d e e s c r i b i r

>>Texto «La Cascada». 2020.

Me siento rápidamente frente al ordenador.
Escribo:

La sangre comenzó a salir de mi cabeza más oscura de lo que aparece en las películas, casi negra. Se mezclaba con el agua de la ducha y entonces se teñía de un rojo extraño que iba, poco a poco, perdiendo intensidad. Y, de alguna manera, esa mezcla cada vez más débil y cada vez más transparente definía lo que estaba sucediendo. Lo que me estaba sucediendo.
El único golpe de suerte -nunca mejor dicho- fue que con algo de puntería, en la caída, mi talón del pie derecho acabó tapando el desagüe del plato de ducha y, así, aquel río de sangre que brotaba casi negra e iba decolorándose al mezclarse con el agua comenzó a desbordarse e inundó primero el baño y luego salió al pasillo. Nunca me había parado a mirar que la planta del piso tenía esa inclinación, pero la tenía. Ese desnivel fue el responsable de que el agua inundase la cocina y, una vez hecho, comenzara a desbordarse también hacia el pasillo y el recibidor para, finalmente, colarse por debajo de la puerta y dar al descansillo.
Seguro que habría algo de poético en la escena. Las paredes no eran muy gruesas y supongo que mis vecinos de abajo alcanzarían a escuchar la música de piano lenta que acompañaba mi ducha. Y lo cierto es que no había mejor sonido para sumarle a aquel piano que el de la pequeña cascada que comenzó a bajar del segundo piso por las escaleras e inundaba, poco a poco, cada uno de los recovecos del edificio.
El agua avanzaba libre, aprovechando huecos, grietas y desniveles para llegar a todos los lugares posibles, sin ser transparente del todo y guardando el recuerdo del color de la sangre con la que se había mezclado. Era como si el agua fuese la mensajera del accidente. Como si avanzase con el objetivo de que alguien la viese, siguiese el reguero, y diera por fin con la puerta del 2ºB de donde brotaba la cascada. Y así fue.
Eran alrededor de las diez de la noche cuando Pilar, del 1ºA, trató de fregar el charco que se había filtrado por debajo de su puerta y no conseguía detener su avance. Dejó unas toallas en el suelo y salió en dirección contraria al arroyo que había en su descansillo. Subió así hasta el segundo piso, agarrándose a la barandilla que también estaba mojada. Por un momento se detuvo incluso a apreciar la belleza del agua cayendo, como en una tormenta de verano, por el hueco de la escalera; como la cascada del restaurante chino de la esquina pero mucho más de verdad.
La imagen de la cascada del restaurante chino en la cabeza de Pilar se interrumpió cuando llamó a mi puerta. Me habría encantado poder contestar, pero lo cierto es que no estaba, digamos, disponible. Y a Pilar no le hicieron falta muchas pistas para adivinar lo que estaba sucediendo. A la banda sonora que creaban sus pies chapoteando en el pequeño estanque del descansillo, acompañados por el sonido de la ducha que se oía desde fuera con la música de piano, Pilar añadió el sonido de los timbres de los vecinos para que acudieran. Todos estaban en casa y se ocuparon primero de inventarse diques en sus puertas y luego de entender de dónde venía ese caudal rosáceo.
Antonio salió con energía de su casa, y a aquel: “Voy a llamar al presidente”, que dijo su mujer, contestó con un rotundo: “No. Llama a la policía”. Contestaron la llamada y la mujer de Antonio fue muy precisa con sus explicaciones. Utilizó las palabras justas para que en siete minutos y medio estuvieran allí los bomberos y la policía.
Siete minutos y medio esperando para abrir una puerta a la que no contestan, con luz encendida al otro lado y de la que no para de salir agua eran demasiados minutos para Antonio. Él prefirió atajar el problema y descubrir qué es lo que se escondía tras la puerta en vez de imaginar los peores escenarios posibles. Por eso al minuto dos empezó a golpear la puerta, ya sin utilizar el timbre, con sus puños sobre la madera, a grito de “vecinos, vecinos”.
Yo creo que para entonces mi cuerpo ya había dejado de sentir cualquier cosa, pero me pregunto qué me pasaría por la cabeza si hubiera podido escuchar esas voces de Antonio. Es posible que, de oírlas, pensara en que me había mudado hacía ya seis meses y Antonio ni si quiera se había enterado de que ahí ya no había “vecinos”, sino “vecino”. Uno solo.
Después de los golpes y las voces, y a tres minutos de que llegaran los bomberos, Antonio decidió dar una patada a la puerta. Es cierto que no fue un golpe tan fuerte, pero la madera antigua ayudó a que la puerta se abriera a la primera y sin oponer resistencia. Con la música todavía sonando, ahora más presente, Antonio, que claramente no esperaba abrir con la primera patada, solo pudo detenerse y armarse de valor.
Antonio avanzó por el recibidor y fue hacia la luz encendida, en el baño. Entró y me vio ahí tirado, probablemente blanco, casi tan decolorido como el agua que me rodeaba, que era cada vez más transparente porque yo casi no sangraba ya. Creo que ya no sangraba más porque no me quedaba más sangre dentro.
Supongo que, al verme, Antonio se arrepintió de haber abierto la puerta tan de golpe. Cualquiera de los escenarios que había imaginado era más espectacular que lo que estaba viendo. Era una escena tan cruda, tan desnuda y poco épica, que su imaginación no se había molestado en incluirla como opción. Pero el arrepentimiento por haber abierto la puerta de una patada apenas le duró a Antonio.
Contemplando esa especie de fotografía forense, Antonio volvió a detenerse y armarse de valor antes de pasar a la acción. No se atrevió a tocar mi cuerpo desnudo, inmóvil, pero no dejaba de mirarlo. Y, con una certeza asombrosa, hizo lo que habría hecho cualquiera en esa situación: cerrar el grifo, apagar la música y, desde ese silencio, decir, no se sabe muy bien a quién: “Llama a una ambulancia”. Ni si quiera lo gritó. No era un: “Corre, llama a una ambulancia para que curen a este tipo”. No. Era más bien como si Antonio necesitase que fuese alguien que supiera lo que es un cuerpo sin vida para confirmarle que estaba delante de uno.
La llegada de policía y bomberos solo sirvió para convertir el portal en un teatro a punto de un estreno, y hacer que los vecinos ocupasen sus balcones como los espectadores que van llegando poco a poco a sus butacas antes de que dé comienzo la representación.
La sirena de la ambulancia, que fue la última en llegar, fue el: “Señoras y señores, la función va a comenzar”. El portal se abrió como se levanta un telón y la manta metálica que cubría mi cuerpo inerte era el vestuario perfecto para el protagonista de ese espectáculo horroroso. Las luces de las sirenas y las farolas rebotaban sobre la manta térmica color dorado y entonces mi cuerpo pasó de ser el protagonista de la obra a ser una bola de discoteca.
Los vecinos murmuraban tratando de averiguar, por la altura y por aquellos pies que sobresalían, quién estaba en la camilla. Hubo consenso en eso, en que tocaba jugar al quién es quién del barrio.
Y, bueno, afortunadamente para todo el vecindario, yo no había hecho mucha vida en esas calles en aquellos últimos seis meses, así que debajo de aquella manta descansaba el cuerpo de un desconocido.
Se asustaron más al ver cómo Antonio y Pilar salían después de la camilla y entraban en otra ambulancia para recibir ayuda psicológica, tranquilizantes y ayudaban a
la policía fornese a reconstruir los hecho,
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Dejo de escribir.

Juro que mis manos estaban secas cuando me senté aquí, delante del ordenador, hace diez minutos. Pero mi cuerpo todavía mojado y envuelto en la toalla ha hecho que el agua siga su curso y acabe mojando y estropeando el teclado de mi ordenador. Lo primero que he hecho al secar el teclado no ha sido continuar escribiendo todo esto, sino comprar por internet una alfombrilla para la ducha. Nunca había sentido miedo a morir hasta este resbalón. Y creo que nunca había imaginado el escenario de mi muerte de forma tan rápida y tan precisa.

Supongo que lo peor de vivir solo es eso: todo el tiempo que tiene que pasar desde que te mueres hasta que alguien se entera.

Ahora sí, dejo de escribir.
Y dejo por escrito que no volveré a ducharme hasta que no me llegue la alfombrilla.

>>Texto «Fotos de la infancia». 2020.

Nada. Desde que nací hasta los doce, nada. Ni un solo recuerdo. Pensé que tenía unos pocos pero ni siquiera. Lo único que recordaba, que pensé que recordaba, eran fotos. Había visto algunas fotos de mi infancia y parece que las fui añadiendo a esa carpeta vacía de recuerdos pensando que, de alguna manera, esas fotos las había hecho yo. Pero no era así. Esas fotos las hizo otra gente; eran recuerdos suyos, no míos.

Entonces, ¿qué había sido de mis fotos? ¿Dónde estaban las fotos que yo hice hasta los doce años? Siempre que alguien de mi alrededor comenzaba a hablar de su infancia, me volvía la sensación de mi pasado vacío, cada vez con más fuerza. No entendía por qué había borrado tantos recuerdos. Ni siquiera sabía si los había borrado, o si verdaderamente nunca estuvieron. Esa sensación de repente, sin saber de dónde vienes, es extraña y ciertamente agobiante; es despertar de una pesadilla y no entender nada. ¿Qué hice con mis recuerdos? ¿Dónde están esas fotos? La pregunta en mi cabeza duraba un par de días y nunca alcanzaba la solución. Conseguía que la duda se calmara sola, porque aprendí a distraerme con otras cosas, y era capaz de volver a una calma extraña que no se veía alterada hasta que alguien me volvía a hablar de su infancia o me preguntaba por la mía. Ahora entiendo que, ya que mi problema tenía que ver con haberme hecho un experto del olvido, también eso podía ser una virtud: tenía una asombrosa facilidad para olvidar que eso fuera un problema, y durante mucho tiempo conseguí vivir sin prestarle atención.

Pero esto cambió. El verano pasado trabajé de manera temporal, precisamente, en una tienda de fotografía que había en el barrio. La tienda contaba con una cámara oscura para hacer las veces de laboratorio de revelado analógico, y yo me tenía que encargar de eso. La experiencia no fue gran cosa a nivel profesional pero pasé mucho tiempo encerrado en aquel “laboratorio” y aprendí mucho de revelado. Pensé en esa palabra: ‘revelar’. En que descubrir qué es lo que ha capturado tu cámara es, literalmente, revelador. Y aquel verano, tratando los carretes de los turistas modernos que todavía hacían fotos con sus cámaras antiguas, descubrí cómo enfrentarme al vacío de la memoria de mi infancia.

Para revelar fotografías de una cámara antigua lo primero que necesitaba era encerrarte con los negativos en aquella habitación en total oscuridad. Me pareció una pequeña lección que lo único visible de esos recuerdos fuera lo ‘negativo’, y que lo que se necesitara para acabar obteniendo la fotografía real fuera la oscuridad. Supongo que en varios momentos de mi vida han aparecido esos ‘negativos’ de mis recuerdos, y que yo nunca he reunido la valentía y ni el tiempo necesarios para coger los negativos y encerrarme con ellos en la oscuridad. Lo negativo y la oscuridad me han dado siempre mucho miedo, así que descubrí que, de alguna manera, mi falta de memoria había sido también una decisión.

Descubrir eso, comprenderlo, hizo que aquel verano reuniera el valor de enfrentarme a ello. Aproveché la soledad de la gran ciudad para encerrarme con los pocos recuerdos, todavía negativos, que yo había ido coleccionando y escondiendo en el cajón de las cosas a no tener en cuenta. Y lo cierto es que aparecieron muchos negativos más. Involuntariamente comencé a ser bombardeado por imágenes o sensaciones que venían directamente de esa cámara de mi infancia. No eran recuerdos nítidos ni concretos, pero eran más reales que cualquier otro episodio de memoria que yo hubiera experimentado. Eran contundentes y, cada vez que aparecían, me sacudían. La mayor parte de las veces esto me sucedía soñando. En mis sueños vivía imágenes o sensaciones que, de manera instintiva, yo me despertaba relacionando con mi pasado. No era algo que de repente recordara, sino más bien algo que de repente se hacía verdad. Me levantaba con la certeza de que eso yo lo había vivido. Y entonces, junto a todos aquellos negativos que cada vez eran más y cada vez me sacudían con más fuerza, vino la oscuridad. Y, por primavera vez en mi vida, decidí no salir huyendo y tuve que aprender a relacionarme con ella.

En el laboratorio de la tienda de fotografía, en aquel verano, yo tenía que aplicar algunos productos químicos a los carretes que nos daban para su revelado. Eso lo hacía en una habitación minúscula que se llamaba “cámara oscura”. Y mi relación con aquel espacio no empezó bien. Los primeros días me daba miedo entrar ahí. La vista dejaba de ser el gran sentido aliado y todo empezaba a sonar extraño. Pasaba el mínimo tiempo necesario en ese lugar y, en dos ocasiones, cometí el error de abrir las puertas herméticas antes de lo necesario: aquellas fotos que yo estaba tratando, se velaron. Salieron quemadas por su contacto con la luz antes del tiempo que necesitaban.

Esa fue mi primera lección para el proceso que estaba viviendo: la luz antes de tiempo daña los negativos. La oscuridad, aunque asuste, debe durar un tiempo determinado y, para que la fotografía aparezca en el papel, a veces lo único que debe hacer es reposar en esa oscuridad. Esperar.

Comprender esto me hizo perder miedo a la oscuridad. Incluso literalmente. Así, mi nuevo lugar favorito de la tienda empezó a ser esa cámara oscura. Se estaba bien allí encerrado. Había un extraño placer en permanecer en aquel lugar. Es como si ahí dentro no existiera el tiempo. Como si pudiera quedarme allí para siempre. Me sentía tan valiente de haber vencido mi miedo a la oscuridad que quería quedarme a vivir en aquella sala, lejos del mundo.

Y, afortunadamente, esto también cambió. Tuve otro pequeño accidente en la tienda: una mañana había quedado con un cliente que vendría a recoger sus fotos ya reveladas, llamó al timbre de la puerta y yo estaba encerrado en la cámara, sentado en el suelo y sin nada que hacer, pensando en nada. Conseguí encerrarme y evadirme tanto que ni siquiera escuché la puerta. No fue ninguna crisis en la tienda de fotografía, aquel hombre vino al día siguiente y recogió sus fotos; pero este episodio llegó en el momento justo para que yo comprendiera el siguiente paso.

Y es que la vida no era esa oscuridad. La vida era otra cosa. Es cierto que las fotos aparecían gracias a su paso por la cámara oscura, y que aquella oscuridad tenían que durar el tiempo necesario, pero, cuando el papel fotográfico ya estaba impreso, listo y seco, cuando lo que había en aquellos negativos se había convertido en fotografías; había que sacarlas fuera, a la luz, para poder verlas. Para poder mirarlas y entender qué eran esas imágenes del pasado. Entendí que la oscuridad permanente, sin luz, era solo ceguera voluntaria. La vida era otra cosa. Y la vida sucede donde hay luz. Recuerdo que pensé en todo esto caminando de vuelta a casa, una tarde del primer septiembre, con una luz preciosa.

Terminó el verano y con él mi trabajo en la tienda. Creo que nunca le conté esto a nadie, pero sin este trabajo probablemente yo no habría sido capaz de enfrentarme a la oscuridad para resolver una duda del pasado. Y, lo que es seguro, es que sin este trabajo nunca habría conseguido aprender a salir de esa oscuridad tan placentera y a la vez tan alejada de la vida.

Ahora me pregunto cómo habría sido aquel verano y cómo serían mis recuerdos de la infancia si yo hubiera trabajado en una heladería. Supongo que la vida también va de eso, de esperar un poco hasta que tengas las cosas delante y entonces sea inevitable hincarle el diente a la lista que tanto nos asusta de tareas pendientes. Eso, que no se me olvide.

Creo, de hecho, que escribo todo esto para poder recordarlo siempre, por si acaso.

>>Texto «Demasiado efímero». 2020.

Cuando el teatro desapareció, las personas que trabajaban en el teatro seguían allí. Pero ya no había cosas que hacer. Nadie hacía nada encima de los escenarios, nadie trabajaba preparando lo que se veía, y nadie miraba lo que allí se hacía. Era oficial: el teatro había terminado.

Fue entonces cuando todas aquellas personas que allí trabajaban, dejaron de intentar que el teatro siguiera. Y es que, cuando todo parecía indicar que el teatro iba a acabar, fueron muchas las personas que se remangaron para ensayar más, para coser vestuarios más bonitos, para escribir palabras que hicieran imaginar todavía más cosas. Estas personas lo intentaron fuerte pero no fue suficiente. Porque, como decían en los periódicos y en la televisión, la del teatro era una actividad “demasiado efímera”. Y algunos repitieron aquel “demasiado efímero” hasta que quienes trabajaban en el teatro se lo creyeron.

Cuentan que muchas de las personas que allí trabajaban estaban tan casadas que fueron a las playas, a tomar el sol y oír el mar. Habían imaginado tantas veces el mar desde el teatro que pensaron que sería un buen lugar de descanso.

Una mañana, con el mar no demasiado revuelto y el calor del sol no demasiado penetrante, las personas del teatro estaban tumbadas en la playa cuando un niño, en la orilla, con la ayuda de un cubo y una pala, empezó a levantar un castillo con la arena de la playa.

Aquel niño utilizaba sus manos y su cuerpo planificando una buena fortaleza y muy atento a la orilla y a sus olas: esperaba una crecida de la marea para que el agua del mar penetrase en el foso de su castillo y terminase de completar su obra.

Las personas del teatro, quizá habiendo descansado ya lo suficiente, miraron desde lejos a ese niño, tan implicado en la construcción de su castillo, y comenzaron a mirarse entre ellas. No se sabe muy bien cómo, ni quién comenzó a hacerlo, pero llegó un momento en el que aquel castillo empezó a ser construido con muchísimas manos.

Quienes anteriormente escribían textos para el escenario, buscaban las palabras adecuadas para escribir en la arena el nombre del castillo. El personal de maquinaria traía agua y tierra seca de todos los puntos de la playa, y construían con palos una puerta de castillo que se cerraría cuando entrase el agua; una antigua actriz jugaba a ser una princesa que luchaba contra el antiguo actor que hacía de dragón; con pequeños trozos de algas, quienes ocupaban antes la sastrería cosían banderas para poner encima de las torres del castillo; y uno de los chicos que antes era acomodador dibujaba en el suelo unas líneas para que la gente que iba viendo cómo se construía el castillo pudiera colocarse de forma ordenada. La marea iba subiendo y las olas del mar cada vez rugían más cerca. Quien en el teatro se ocupaba del sonido, repartía caracolas para que la gente escuchara la llegada del mar sintiéndose rodeada del agua. Y siguiendo el consejo de dos de los antiguos iluminadores, un grupo de personas se movió de donde estaban mirando y dejaron pasar los rayos del sol naranja del atardecer para que se viera más bonito. Y fue entonces cuando una ola trajo el agua que el castillo necesitaba.

El niño esperaba la llegada del agua dentro de su castillo y la recibió diciendo unas frases que habían pensado los que fueron responsables, en su día, de la dramaturgia de algún espectáculo. La gente que miraba aplaudió la llegada del agua y se celebró con bravos y vivas la construcción colectiva de tan precioso castillo.

Fue entrando la noche y quienes habían asistido a aquel acontecimiento se fueron marchando. Quedaron en la playa aquel niño, todas aquellas personas del teatro y la arena con forma de castillo. El silencio fue instalándose al mismo tiempo que el agua iba creciendo cada vez más.

El agua entraba, y crecía el nivel del foso derribando los muros de arena mojada poco a poco pero sin detención. El niño miraba cómo, el que había sido su mejor castillo, iba destruyéndose y desapareciendo; y todos los adultos, aún en silencio, compartían una frase en sus cabezas: “demasiado efímero”. Lo pensaban, lo sentían, lo repetían mentalmente como una letanía: “demasiado efímero”. Y, junto a este mantra, los últimos granos de arena fueron arrastrados por la última ola y lo que fue un castillo volvió a ser playa.

“Demasiado efímero”. Alguien iba justo a atreverse a nombrar la dichosa frase, pero fue el niño, pisando el charco que antes fue castillo, quien cambió el discurso diciendo: “Bueno, ¡ahora podemos empezar otra vez! Si queréis mañana lo repetimos”.

Y lo repitieron. Cada día. Y así, como si nada, volvió el teatro. Que nunca se había ido.


>>Texto «El Tiempo». Confinamiento, 2020.

Hay un placer que yo desconocía en ver el telediario. Enciendes la televisión y ahí hay gente que te cuenta (una vez más) cómo va todo eso. Hablan a la cámara y se les escucha y ve bien, hacen conexiones en directo y sientes la mejor versión de la videollamada tan explotada estos días: ver sin que te vean, puedes insultar a esas personas, reírte de ellas, o decirles: “¡muy bien dicho!” (esto a mi abuela le encanta). A veces dejo encendida la televisión cuando empieza el telediario y ahí se queda, como si tuvieras visita en casa y te permitieras el lujo de dejar que se apañen e ignorarlos por completo. Hay un placer enorme en eso. Para mí ver el telediario es el nuevo abrir la nevera a ver qué tengo.

La cosa es que, de cara al final, empieza la sección de El Tiempo. Siempre pensé que había en mi familia un interés excesivo por escuchar cómo iban a cambiar las temperaturas o el clima. Nunca le di importancia a que lloviera en una localidad que está a más de 700 kilómetros de mi casa. Y, claro, mi rechazo a este bloque informativo fue muy en aumento cuando empezó el confinamiento. Si ya me daba igual el tiempo que fuera a hacer cuando se podía salir, ¿os imagináis lo que me importa ahora?

Pues estaba equivocado. Mucho. Sigo practicando el desprecio y la indiferencia al bloque de noticias, pero cuando dan paso al momento meteorológico, todo se detiene y espero la predicción como el acusado que escucha su sentencia.

Y es que a medida que ha ido avanzando esta situación, el tiempo y mis estados de ánimo son exactamente lo mismo. Los símbolos de soles, nubes o lluvias que mis admirados equipos de meteorología dibujan sobre el mapa, son para mí los emoticonos que resumen mi futuro inmediato. Y, ojo, hay un arte en el símbolo. En el de sol y nubes, por ejemplo, tienen claro que la nube tapa al sol y no al revés. No nos vayamos a creer que sol y nubes es de todo un poco, no. Sol y nubes es nublado de ese de que cuando intentas mirar al cielo te quedas ciego y no entiendes por qué. Y lo cierto es que esa imagen describe mejor cómo estoy que cualquier otro adjetivo melodramático que yo intente fabricar para hacerme el interesante.

Siento que quien presenta el resumen meteorológico me mira a mí con mirada de psiquiatra que me diagnostica. Entonces hace una mueca de compasión, gira la cabeza levemente como quien da un pésame y anuncia que mañana llueve otra vez. Y sí, que si qué bien que llueva porque se llenan los pantanos, que si mirad qué foto más bonita nos mandan de esta tormenta, que si lo bueno es que estamos en casa y no hay que sacar los paraguas… Todo lo que tú quieras, sí, pero el entusiasmo con el que has anunciado otras veces que por fin hay sol de primavera es más rotundo que toda la filosofía de frase en tacita de desayuno que nos empuja a alegrarnos de que mañana llueve otra vez.

‘Borrasca’ es sinónimo de: “mira, no te hagas muchos planes mañana, que para cuando te levantes de la cama va a tocar el aplauso de las ocho y ya se te ha echado el día encima”. Y en realidad agradezco saberlo. El Tiempo es mi nuevo horóscopo, mi religión, mi psicólogo.

Creo que me he enamorado de esa gente, con sus trajecitos de chaqueta y sus sonrisas de mentira. Ojalá algún día yo llegue a conocerme igual que lo que me conocen estas personas.

Mañana llueve.

>>Texto «Hache». 2018.

Hache. No termino de saber si es un mote, un nombre o solo la inicial que lo componía. Así me llaman. Hache. No me hacen falta más palabras porque mi nombre no tiene importancia. Hache. Me ayuda pensar que esa letra me define. Esa hache muda. Cuyo trabajo solo está en eso: en estar. Sin hacer ruido y sin caerse. Con estar, vale. Ese soy yo: Hache.

Y si de mi nombre no se puede decir mucho, aún menos puede uno hablar de su cuerpo. Mi cuerpo no es más que un jarrón roto. Un jarrón que ni guarda el agua, ni impide que se marchite la flor. Pero un jarrón roto sigue siendo un jarrón. Quizá sea más de barro que de porcelana o de cristal.

Todo lo que veo no es más que una luz blanca. No sé si es por la nieve o por estar más en el cielo que en la tierra, pero no veo más colores que el blanco por mucho que lo intente. Quizá me he quedado ciego. No sé si esto es bueno o malo. De todo lo que oigo por aquí, no hay nada que me apetezca ver. No sé, siquiera, si me apetece oírlo. Porque oír, oigo.

Cuando camino, oigo cómo el pulgar de mi pie derecho dibuja líneas en el suelo. Oigo también cómo se cuela el aire frío a través de mi garganta cuando respiro, si es que eso es respirar. Con el aire, mi cuerpo suena como si me hubiera tragado un acordeón roto. Y, a veces, por la noche, juego a oír en mi pecho alguna melodía interrumpida.

Eso soy: la letra hache, encerrada en una jarrón resquebrajado, con un viejo acordeón en la garganta.

Pero yo no siempre he sido esto. Hay algo en mi cuerpo que me hace saber que yo antes fui un hombre. No es que lo recuerde, es que lo sé. Como sabe un pájaro mojado que en algún momento fue un huevo. Siento, en algún lugar del pecho, que yo antes respiraba como respiran otros de por aquí. Sí. Yo, antes de todo este color blanco, fui un hombre. Antes, no sé si años o décadas. Antes.

Supongo que fue en ese momento, antes, cuando me pusieron el anillo del dedo anular. Hace no mucho tiempo intenté quitármelo para ver si había algo escrito en él. Pero mis dedos, con este frío, se han hinchado. Y sentí que sería más fácil sacarme el propio dedo antes que el anillo.

Creo que ese anillo es lo único que tengo. Sé, por cómo huele, que la poca ropa que me cubre no es solo mía: es, o fue, de muchos como yo. Y, a veces, también tengo sacos en la espalda. Y camino con ellos. No tengo un trabajo porque nadie me lo ha dicho nunca. Pero, cuando tengo un saco en la espalda, camino con él. No sé si camino porque quiero hacerlo, o si es por no caerme. Pero camino hacia ningún lugar, y los empujones me terminan llevando a algún sitio.

Canto. No sé si en alto o por dentro, pero canto canciones que puedo oír en mi cabeza. Y uso palabras distintas al idioma que escucho ahí fuera. Tal vez me he inventado mi propio idioma. Hace tanto que no hablo con alguien que no lo tengo claro. Pero sé que lo que hablan los otros suena a una tormenta de cadenas que pinchan, y las palabras que yo uso al cantar suenan a un puñado de arena que se deshace en el agua del mar.

Esto es todo lo que puedo decir. No puedo hablar más porque no sé nada más. Supongo que, si supiera más cosas, me sería más difícil seguir en pie. Pero, si de algo me he dado cuenta, es que tratar de no caerme es lo único que hace que no me caiga.

>>Texto «El Señor que sabía cómo vivir». 2016.

El señor que sabía cómo vivir nació en un parto sin dolor, se golpeó a sí mismo en las nalgas y emitió un correctísimo llanto rico en armónicos para dejar claro que estaba bien y que iba a ser un señor que sabría cómo vivir. Y así fue.

De niño jugó cuando tocaba y estudió lo que necesitaba para llegar a ser eso que la gente llamaba “alguien en la vida”. Creció disfrutando de las pequeñas cosas y mostrando la mezcla justa entre locura y responsabilidad.

Viajó, amó, se rió mucho, se rodeó de buena gente, comió cosas ricas, cuidó su cuerpo, y encontró el punto exacto de cocción de la paella y de la tortilla de patatas.

Plantó dos árboles, escribió dos libros y tuvo dos hijos. Sí, sabía vivir tan bien que duplicó el canon de la felicidad humana.

Y, de pronto, a punto de alcanzar su madurez como había que hacerlo, alguien vestido con bata blanca le dijo al señor que sabía cómo vivir que se estaba muriendo.

Morir. Morir de repente. Morir sin más. Sin haber hecho nada. Eso no sabía hacerlo.

Primero se asustó, sintió miedo y también se sintió pequeñito. Y después intentó hacer todo lo que tenía pensado antes de saber que se moría. Intentó hacerlo sin pensar en que moriría. Pero no pudo.

No le quedó otra que hacer todas las cosas sin olvidar que no sabía cómo morir. Empezó a vivir sin saber. Y notó que algo había cambiado. Era martes.

Cogió un papel, cogió un bolígrafo y, con una letra algo menos perfecta de lo que acostumbraba a ser la suya, escribió: “Empiezo a vivir ahora. Llevo haciéndolo mal todo este tiempo. Lo contrario de vivir es saber cómo se hace”.

>>Texto «A la atención del Padre Justino». 2015.

Estimado Justino, soy Teresa Rodríguez Gasón. Soy del barrio y de la parroquia. Voy a oír su misa de doce todos los domingos pero creo que las únicas palabras que nos hemos cruzado han sido exclusivamente las propias del rito de la Eucaristía (algunos amenes, los “alabado sea Dios”, el “la paz sea contigo”…).

Escribo para pedirle, abusando de su solidaridad, un favor: necesito que me confiese a distancia. Así, por carta. He de confesarme ante El Señor antes de irme de este mundo y usted es el único que puede ayudarme a hacerlo. Supongo que es un poco complicado y algo nuevo para usted, pero lo tengo todo pensado: cuando usted lea unas líneas más abajo el “Ave María Purísima” que yo misma escriba, diga en alto “Sin pecado concebida” y continúe con la lectura. Lo que lea después será la propia confesión, que usted tendrá que leer para que Dios se entere. Creo que no he de recordarle que todos esos asuntos serán secretamente guardados por usted y que no podrá contárselo a nadie; confío en su buen hacer, Justino. Puestos los antecedentes, vamos allá.

Ave María Purísima.

Me confieso porque voy a pecar como nunca he pecado en mi vida, y por eso siento la necesidad de confesarme. Voy a cometer uno de los pecados capitales desobedeciendo al quinto mandamiento que dice “no matarás”.

Me voy a suicidar esta tarde, Padre. Sí, me mataré a mí misma (que, dentro de lo que es matar a alguien, creo que a uno mismo es menos grave). Pero si lo hago, es por amor de madre hacia mi hijo Marcos (bautizado, que hizo la comunión, y él dice que no, pero yo creo que acabará confesándose).

Sin rodeos. Creo que lo mejor que le puede pasar a mi hijo Marcos en este momento de su vida es que yo me muera, porque lo de este crío no puede ser. Con veintiocho años y todavía lo tengo en casa, le hago la comida y le sigo diciendo que se ponga una gorra cuando hace sol, que se abrigue con el frío y que se destape con el calor.

Mi niño ha probado de todo en la vida y parecía que no había nada que lo llenase. Empezó cuatro carreras diferentes y ninguna la terminó, siendo Marquitos un estudiante excelente. Y no para de dejar trabajos que no le gustan, y yo le he consentido tantos caprichos que ya no lo puedo reeducar. Ni él tiene ganas, ni yo fuerzas.

Hace dos años cuando dejó de trabajar de teleoperador porque, según decía, se le secaba la boca al hablar, también pensé en matarme por hacerle un favor, haciendo que madurara de una vez. Pero entonces lo descarté porque moriría dejando al pobre Marquitos en lo peor: haciendo la cola del paro y sin nadie que le diga que se abrigue.

Pero desde hace unas semanas está el niño emocionado. Ha visto muchos vídeos de cómicos por el ordenador y dice que ahora quiere ganarse la vida contando chascarrillos por los bares y en las fiestas de los pueblos, que quiere ser humorista, como Gila. Seguro que no es muy bueno pero no lo he visto tan emocionado nunca, así que he pensado que si me muero ahora le pillaré animado y puede tener posibilidades de hacerse un hombrecito.

Mi hijo Marcos esta tarde hará su primer ensayo con público mostrando sus treinta minutos de chistes y bromas. Y el público soy yo, Padre. Y el escenario, será el salón de mi casa. Le he dicho que sea puntual y que comience la lectura de su monólogo a las cuatro y media de la tarde. Yo me atiborraré de pastillas a las dos, después de comer. Son unas pastillas que, tomadas en exceso, hacen efecto a las tres horas y le asfixian a una, así que a las cinco en punto tengo previsto dejar de respirar.

Y no solo eso, he pensado que podré hacer que la carrera de mi Marquitos se dispare con mi muerte. Porque solo usted, Justino, usted y Dios, serán los únicos que sabrán que esto en realidad ha sido un suicidio. Quiero que el resto de la gente, y, sobre todo, mi hijo Marcos, piense que yo me he muerto de risa. Sí, fingiré un ataque de risa (he estado ensayando en el baño y creo que se me da bastante bien). Estaré pendiente del reloj y, cuando vayan a dar las cinco en punto, haré que me río mucho más, coincidiendo justo con el final del monólogo de Marcos.

Y lo demás, pues ya me lo imagino: con respecto a mí, yo subo al cielo ya que he tenido una vida ejemplar y del único pecado que he cometido, me he confesado por carta. En el cielo me encuentro con mi Antonio que, con estos diez años ahí solo habrá aprendido a cocinar, y así a mí solo me queda descansar, que me lo he ganado. Y aquí en la tierra empieza a resonar en la televisión: “Marcos Bermúdez Gasón, el cómico que mató a su madre de risa”. Y aunque sea por frivolidad, llenará los teatros e irá a la televisión. Y así mi niño empieza con buen pie en esto de los escenarios.

Y aquí termina mi confesión, Justino. Que el Señor la reciba y tenga a bien acogerme en sus brazos.

Justino, sé que esta tarea que le encomiendo es un poco complicada, pero confío en su buen hacer. Es usted un hombre bueno, Justino. Y, como para cuando lea esto yo ya no estaré en este mundo, aprovecho y le digo que es usted el párroco más atractivo que hemos tenido en el barrio, y que cuando me da la comunión y me mira a los ojos, veo la belleza del mismo Espíritu Santo hecha hombre.

Gracias Justino, que Dios le bendiga.

>>«Amor de patio de colegio» 2015.

Yo siempre estaba
jugando con mis juguetes
cuando tú siempre estabas
haciendo gimnasia rítmica.

Cuando yo te lanzaba aviones de papel,
tú perdías comba.

Cuando yo te daba la chapa,
tú estabas a tu bola.

Cuando yo te la pasaba,
tú pasabas.

Y así estuvimos siempre
cada uno con lo nuestro.
Yo con el yoyó
y tú con el tutú.

>>«Poema escrito por alguien con muy poca memoria en un papel muy estrecho». 2013.

Me gusta Miguel de Unam-
uno que llega pronto, se sor-
prende la cerilla para que-
mar salada, llena de tibu-
rones con Cocacola para to-
dos días al año siempre ni-
eva y Adán, desde el ori-
gen recesivo y gen domin-
ante dicha oferta, no pen-
só, caballo”, dijo la ama-
zona nudista de la pla-
ya se lo había dicho to-
do, do, re, do… así em-
pieza de lego muy gran-
de Unamuno.

>>Texto «Artículo de opinión». 2012.

La. Es “la”. Opinión es un nombre abstracto con raíz latina: opinĭo. Es un nombre singular y femenino. Por eso insisto: el artículo de la palabra ‘opinión’ es “la”.