» Hache.

25 de abril de 2018

Hache. No termino de saber si es un mote, un nombre o solo la inicial que lo componía. Así me llaman. Hache. No me hacen falta más palabras porque mi nombre no tiene importancia. Hache. Me ayuda pensar que esa letra me define. Esa hache muda. Cuyo trabajo solo está en eso: en estar. Sin hacer ruido y sin caerse. Con estar, vale. Ese soy yo: Hache.

Y si de mi nombre no se puede decir mucho, aún menos puede uno hablar de su cuerpo. Mi cuerpo no es más que un jarrón roto. Un jarrón que ni guarda el agua, ni impide que se marchite la flor. Pero un jarrón roto sigue siendo un jarrón. Quizá sea más de barro que de porcelana o de cristal.

Todo lo que veo no es más que una luz blanca. No sé si es por la nieve o por estar más en el cielo que en la tierra, pero no veo más colores que el blanco por mucho que lo intente. Quizá me he quedado ciego. No sé si esto es bueno o malo. De todo lo que oigo por aquí, no hay nada que me apetezca ver. No sé, siquiera, si me apetece oírlo. Porque oír, oigo.

Cuando camino, oigo cómo el pulgar de mi pie derecho dibuja líneas en el suelo. Oigo también cómo se cuela el aire frío a través de mi garganta cuando respiro, si es que eso es respirar. Con el aire, mi cuerpo suena como si me hubiera tragado un acordeón roto. Y, a veces, por la noche, juego a oír en mi pecho alguna melodía interrumpida.

Eso soy: la letra hache, encerrada en una jarrón resquebrajado, con un viejo acordeón en la garganta.

Pero yo no siempre he sido esto. Hay algo en mi cuerpo que me hace saber que yo antes fui un hombre. No es que lo recuerde, es que lo sé. Como sabe un pájaro mojado que en algún momento fue un huevo. Siento, en algún lugar del pecho, que yo antes respiraba como respiran otros de por aquí. Sí. Yo, antes de todo este color blanco, fui un hombre. Antes, no sé si años o décadas. Antes.

Supongo que fue en ese momento, antes, cuando me pusieron el anillo del dedo anular. Hace no mucho tiempo intenté quitármelo para ver si había algo escrito en él. Pero mis dedos, con este frío, se han hinchado. Y sentí que sería más fácil sacarme el propio dedo antes que el anillo.

Creo que ese anillo es lo único que tengo. Sé, por cómo huele, que la poca ropa que me cubre no es solo mía: es, o fue, de muchos como yo. Y, a veces, también tengo sacos en la espalda. Y camino con ellos. No tengo un trabajo porque nadie me lo ha dicho nunca. Pero, cuando tengo un saco en la espalda, camino con él. No sé si camino porque quiero hacerlo, o si es por no caerme. Pero camino hacia ningún lugar, y los empujones me terminan llevando a algún sitio.

Canto. No sé si en alto o por dentro, pero canto canciones que puedo oír en mi cabeza. Y uso palabras distintas al idioma que escucho ahí fuera. Tal vez me he inventado mi propio idioma. Hace tanto que no hablo con alguien que no lo tengo claro. Pero sé que lo que hablan los otros suena a una tormenta de cadenas que pinchan, y las palabras que yo uso al cantar suenan a un puñado de arena que se deshace en el agua del mar.

Esto es todo lo que puedo decir. No puedo hablar más porque no sé nada más. Supongo que, si supiera más cosas, me sería más difícil seguir en pie. Pero, si de algo me he dado cuenta, es que tratar de no caerme es lo único que hace que no me caiga.