» Fotos de la infancia.

19 de abril de 2020

Nada. Desde que nací hasta los doce, nada. Ni un solo recuerdo. Pensé que tenía unos pocos pero ni siquiera. Lo único que recordaba, que pensé que recordaba, eran fotos. Había visto algunas fotos de mi infancia y parece que las fui añadiendo a esa carpeta vacía de recuerdos pensando que, de alguna manera, esas fotos las había hecho yo. Pero no era así. Esas fotos las hizo otra gente; eran recuerdos suyos, no míos.

Entonces, ¿qué había sido de mis fotos? ¿Dónde estaban las fotos que yo hice hasta los doce años? Siempre que alguien de mi alrededor comenzaba a hablar de su infancia, me volvía la sensación de mi pasado vacío, cada vez con más fuerza. No entendía por qué había borrado tantos recuerdos. Ni siquiera sabía si los había borrado, o si verdaderamente nunca estuvieron. Esa sensación de repente, sin saber de dónde vienes, es extraña y ciertamente agobiante; es despertar de una pesadilla y no entender nada. ¿Qué hice con mis recuerdos? ¿Dónde están esas fotos? La pregunta en mi cabeza duraba un par de días y nunca alcanzaba la solución. Conseguía que la duda se calmara sola, porque aprendí a distraerme con otras cosas, y era capaz de volver a una calma extraña que no se veía alterada hasta que alguien me volvía a hablar de su infancia o me preguntaba por la mía. Ahora entiendo que, ya que mi problema tenía que ver con haberme hecho un experto del olvido, también eso podía ser una virtud: tenía una asombrosa facilidad para olvidar que eso fuera un problema, y durante mucho tiempo conseguí vivir sin prestarle atención.

Pero esto cambió. El verano pasado trabajé de manera temporal, precisamente, en una tienda de fotografía que había en el barrio. La tienda contaba con una cámara oscura para hacer las veces de laboratorio de revelado analógico, y yo me tenía que encargar de eso. La experiencia no fue gran cosa a nivel profesional pero pasé mucho tiempo encerrado en aquel “laboratorio” y aprendí mucho de revelado. Pensé en esa palabra: ‘revelar’. En que descubrir qué es lo que ha capturado tu cámara es, literalmente, revelador. Y aquel verano, tratando los carretes de los turistas modernos que todavía hacían fotos con sus cámaras antiguas, descubrí cómo enfrentarme al vacío de la memoria de mi infancia.

Para revelar fotografías de una cámara antigua lo primero que necesitaba era encerrarte con los negativos en aquella habitación en total oscuridad. Me pareció una pequeña lección que lo único visible de esos recuerdos fuera lo ‘negativo’, y que lo que se necesitara para acabar obteniendo la fotografía real fuera la oscuridad. Supongo que en varios momentos de mi vida han aparecido esos ‘negativos’ de mis recuerdos, y que yo nunca he reunido la valentía y ni el tiempo necesarios para coger los negativos y encerrarme con ellos en la oscuridad. Lo negativo y la oscuridad me han dado siempre mucho miedo, así que descubrí que, de alguna manera, mi falta de memoria había sido también una decisión.

Descubrir eso, comprenderlo, hizo que aquel verano reuniera el valor de enfrentarme a ello. Aproveché la soledad de la gran ciudad para encerrarme con los pocos recuerdos, todavía negativos, que yo había ido coleccionando y escondiendo en el cajón de las cosas a no tener en cuenta. Y lo cierto es que aparecieron muchos negativos más. Involuntariamente comencé a ser bombardeado por imágenes o sensaciones que venían directamente de esa cámara de mi infancia. No eran recuerdos nítidos ni concretos, pero eran más reales que cualquier otro episodio de memoria que yo hubiera experimentado. Eran contundentes y, cada vez que aparecían, me sacudían. La mayor parte de las veces esto me sucedía soñando. En mis sueños vivía imágenes o sensaciones que, de manera instintiva, yo me despertaba relacionando con mi pasado. No era algo que de repente recordara, sino más bien algo que de repente se hacía verdad. Me levantaba con la certeza de que eso yo lo había vivido. Y entonces, junto a todos aquellos negativos que cada vez eran más y cada vez me sacudían con más fuerza, vino la oscuridad. Y, por primavera vez en mi vida, decidí no salir huyendo y tuve que aprender a relacionarme con ella.

En el laboratorio de la tienda de fotografía, en aquel verano, yo tenía que aplicar algunos productos químicos a los carretes que nos daban para su revelado. Eso lo hacía en una habitación minúscula que se llamaba “cámara oscura”. Y mi relación con aquel espacio no empezó bien. Los primeros días me daba miedo entrar ahí. La vista dejaba de ser el gran sentido aliado y todo empezaba a sonar extraño. Pasaba el mínimo tiempo necesario en ese lugar y, en dos ocasiones, cometí el error de abrir las puertas herméticas antes de lo necesario: aquellas fotos que yo estaba tratando, se velaron. Salieron quemadas por su contacto con la luz antes del tiempo que necesitaban.

Esa fue mi primera lección para el proceso que estaba viviendo: la luz antes de tiempo daña los negativos. La oscuridad, aunque asuste, debe durar un tiempo determinado y, para que la fotografía aparezca en el papel, a veces lo único que debe hacer es reposar en esa oscuridad. Esperar.

Comprender esto me hizo perder miedo a la oscuridad. Incluso literalmente. Así, mi nuevo lugar favorito de la tienda empezó a ser esa cámara oscura. Se estaba bien allí encerrado. Había un extraño placer en permanecer en aquel lugar. Es como si ahí dentro no existiera el tiempo. Como si pudiera quedarme allí para siempre. Me sentía tan valiente de haber vencido mi miedo a la oscuridad que quería quedarme a vivir en aquella sala, lejos del mundo.

Y, afortunadamente, esto también cambió. Tuve otro pequeño accidente en la tienda: una mañana había quedado con un cliente que vendría a recoger sus fotos ya reveladas, llamó al timbre de la puerta y yo estaba encerrado en la cámara, sentado en el suelo y sin nada que hacer, pensando en nada. Conseguí encerrarme y evadirme tanto que ni siquiera escuché la puerta. No fue ninguna crisis en la tienda de fotografía, aquel hombre vino al día siguiente y recogió sus fotos; pero este episodio llegó en el momento justo para que yo comprendiera el siguiente paso.

Y es que la vida no era esa oscuridad. La vida era otra cosa. Es cierto que las fotos aparecían gracias a su paso por la cámara oscura, y que aquella oscuridad tenían que durar el tiempo necesario, pero, cuando el papel fotográfico ya estaba impreso, listo y seco, cuando lo que había en aquellos negativos se había convertido en fotografías; había que sacarlas fuera, a la luz, para poder verlas. Para poder mirarlas y entender qué eran esas imágenes del pasado. Entendí que la oscuridad permanente, sin luz, era solo ceguera voluntaria. La vida era otra cosa. Y la vida sucede donde hay luz. Recuerdo que pensé en todo esto caminando de vuelta a casa, una tarde del primer septiembre, con una luz preciosa.

Terminó el verano y con él mi trabajo en la tienda. Creo que nunca le conté esto a nadie, pero sin este trabajo probablemente yo no habría sido capaz de enfrentarme a la oscuridad para resolver una duda del pasado. Y, lo que es seguro, es que sin este trabajo nunca habría conseguido aprender a salir de esa oscuridad tan placentera y a la vez tan alejada de la vida.

Ahora me pregunto cómo habría sido aquel verano y cómo serían mis recuerdos de la infancia si yo hubiera trabajado en una heladería. Supongo que la vida también va de eso, de esperar un poco hasta que tengas las cosas delante y entonces sea inevitable hincarle el diente a la lista que tanto nos asusta de tareas pendientes. Eso, que no se me olvide.

Creo, de hecho, que escribo todo esto para poder recordarlo siempre, por si acaso.