» La cascada.

11 de junio de 2020

Me siento rápidamente frente al ordenador.
Escribo:

La sangre comenzó a salir de mi cabeza más oscura de lo que aparece en las películas, casi negra. Se mezclaba con el agua de la ducha y entonces se teñía de un rojo extraño que iba, poco a poco, perdiendo intensidad. Y, de alguna manera, esa mezcla cada vez más débil y cada vez más transparente definía lo que estaba sucediendo. Lo que me estaba sucediendo.
El único golpe de suerte -nunca mejor dicho- fue que con algo de puntería, en la caída, mi talón del pie derecho acabó tapando el desagüe del plato de ducha y, así, aquel río de sangre que brotaba casi negra e iba decolorándose al mezclarse con el agua comenzó a desbordarse e inundó primero el baño y luego salió al pasillo. Nunca me había parado a mirar que la planta del piso tenía esa inclinación, pero la tenía. Ese desnivel fue el responsable de que el agua inundase la cocina y, una vez hecho, comenzara a desbordarse también hacia el pasillo y el recibidor para, finalmente, colarse por debajo de la puerta y dar al descansillo.
Seguro que habría algo de poético en la escena. Las paredes no eran muy gruesas y supongo que mis vecinos de abajo alcanzarían a escuchar la música de piano lenta que acompañaba mi ducha. Y lo cierto es que no había mejor sonido para sumarle a aquel piano que el de la pequeña cascada que comenzó a bajar del segundo piso por las escaleras e inundaba, poco a poco, cada uno de los recovecos del edificio.
El agua avanzaba libre, aprovechando huecos, grietas y desniveles para llegar a todos los lugares posibles, sin ser transparente del todo y guardando el recuerdo del color de la sangre con la que se había mezclado. Era como si el agua fuese la mensajera del accidente. Como si avanzase con el objetivo de que alguien la viese, siguiese el reguero, y diera por fin con la puerta del 2ºB de donde brotaba la cascada. Y así fue.
Eran alrededor de las diez de la noche cuando Pilar, del 1ºA, trató de fregar el charco que se había filtrado por debajo de su puerta y no conseguía detener su avance. Dejó unas toallas en el suelo y salió en dirección contraria al arroyo que había en su descansillo. Subió así hasta el segundo piso, agarrándose a la barandilla que también estaba mojada. Por un momento se detuvo incluso a apreciar la belleza del agua cayendo, como en una tormenta de verano, por el hueco de la escalera; como la cascada del restaurante chino de la esquina pero mucho más de verdad.
La imagen de la cascada del restaurante chino en la cabeza de Pilar se interrumpió cuando llamó a mi puerta. Me habría encantado poder contestar, pero lo cierto es que no estaba, digamos, disponible. Y a Pilar no le hicieron falta muchas pistas para adivinar lo que estaba sucediendo. A la banda sonora que creaban sus pies chapoteando en el pequeño estanque del descansillo, acompañados por el sonido de la ducha que se oía desde fuera con la música de piano, Pilar añadió el sonido de los timbres de los vecinos para que acudieran. Todos estaban en casa y se ocuparon primero de inventarse diques en sus puertas y luego de entender de dónde venía ese caudal rosáceo.
Antonio salió con energía de su casa, y a aquel: “Voy a llamar al presidente”, que dijo su mujer, contestó con un rotundo: “No. Llama a la policía”. Contestaron la llamada y la mujer de Antonio fue muy precisa con sus explicaciones. Utilizó las palabras justas para que en siete minutos y medio estuvieran allí los bomberos y la policía.
Siete minutos y medio esperando para abrir una puerta a la que no contestan, con luz encendida al otro lado y de la que no para de salir agua eran demasiados minutos para Antonio. Él prefirió atajar el problema y descubrir qué es lo que se escondía tras la puerta en vez de imaginar los peores escenarios posibles. Por eso al minuto dos empezó a golpear la puerta, ya sin utilizar el timbre, con sus puños sobre la madera, a grito de “vecinos, vecinos”.
Yo creo que para entonces mi cuerpo ya había dejado de sentir cualquier cosa, pero me pregunto qué me pasaría por la cabeza si hubiera podido escuchar esas voces de Antonio. Es posible que, de oírlas, pensara en que me había mudado hacía ya seis meses y Antonio ni si quiera se había enterado de que ahí ya no había “vecinos”, sino “vecino”. Uno solo.
Después de los golpes y las voces, y a tres minutos de que llegaran los bomberos, Antonio decidió dar una patada a la puerta. Es cierto que no fue un golpe tan fuerte, pero la madera antigua ayudó a que la puerta se abriera a la primera y sin oponer resistencia. Con la música todavía sonando, ahora más presente, Antonio, que claramente no esperaba abrir con la primera patada, solo pudo detenerse y armarse de valor.
Antonio avanzó por el recibidor y fue hacia la luz encendida, en el baño. Entró y me vio ahí tirado, probablemente blanco, casi tan decolorido como el agua que me rodeaba, que era cada vez más transparente porque yo casi no sangraba ya. Creo que ya no sangraba más porque no me quedaba más sangre dentro.
Supongo que, al verme, Antonio se arrepintió de haber abierto la puerta tan de golpe. Cualquiera de los escenarios que había imaginado era más espectacular que lo que estaba viendo. Era una escena tan cruda, tan desnuda y poco épica, que su imaginación no se había molestado en incluirla como opción. Pero el arrepentimiento por haber abierto la puerta de una patada apenas le duró a Antonio.
Contemplando esa especie de fotografía forense, Antonio volvió a detenerse y armarse de valor antes de pasar a la acción. No se atrevió a tocar mi cuerpo desnudo, inmóvil, pero no dejaba de mirarlo. Y, con una certeza asombrosa, hizo lo que habría hecho cualquiera en esa situación: cerrar el grifo, apagar la música y, desde ese silencio, decir, no se sabe muy bien a quién: “Llama a una ambulancia”. Ni si quiera lo gritó. No era un: “Corre, llama a una ambulancia para que curen a este tipo”. No. Era más bien como si Antonio necesitase que fuese alguien que supiera lo que es un cuerpo sin vida para confirmarle que estaba delante de uno.
La llegada de policía y bomberos solo sirvió para convertir el portal en un teatro a punto de un estreno, y hacer que los vecinos ocupasen sus balcones como los espectadores que van llegando poco a poco a sus butacas antes de que dé comienzo la representación.
La sirena de la ambulancia, que fue la última en llegar, fue el: “Señoras y señores, la función va a comenzar”. El portal se abrió como se levanta un telón y la manta metálica que cubría mi cuerpo inerte era el vestuario perfecto para el protagonista de ese espectáculo horroroso. Las luces de las sirenas y las farolas rebotaban sobre la manta térmica color dorado y entonces mi cuerpo pasó de ser el protagonista de la obra a ser una bola de discoteca.
Los vecinos murmuraban tratando de averiguar, por la altura y por aquellos pies que sobresalían, quién estaba en la camilla. Hubo consenso en eso, en que tocaba jugar al quién es quién del barrio.
Y, bueno, afortunadamente para todo el vecindario, yo no había hecho mucha vida en esas calles en aquellos últimos seis meses, así que debajo de aquella manta descansaba el cuerpo de un desconocido.
Se asustaron más al ver cómo Antonio y Pilar salían después de la camilla y entraban en otra ambulancia para recibir ayuda psicológica, tranquilizantes y ayudaban a
la policía fornese a reconstruir los hecho,
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Dejo de escribir.

Juro que mis manos estaban secas cuando me senté aquí, delante del ordenador, hace diez minutos. Pero mi cuerpo todavía mojado y envuelto en la toalla ha hecho que el agua siga su curso y acabe mojando y estropeando el teclado de mi ordenador. Lo primero que he hecho al secar el teclado no ha sido continuar escribiendo todo esto, sino comprar por internet una alfombrilla para la ducha. Nunca había sentido miedo a morir hasta este resbalón. Y creo que nunca había imaginado el escenario de mi muerte de forma tan rápida y tan precisa.

Supongo que lo peor de vivir solo es eso: todo el tiempo que tiene que pasar desde que te mueres hasta que alguien se entera.

Ahora sí, dejo de escribir.
Y dejo por escrito que no volveré a ducharme hasta que no me llegue la alfombrilla.