» Demasiado efímero.
28 de julio de 2020
Cuando el teatro desapareció, las personas que trabajaban en el teatro seguían allí. Pero ya no había cosas que hacer. Nadie hacía nada encima de los escenarios, nadie trabajaba preparando lo que se veía, y nadie miraba lo que allí se hacía. Era oficial: el teatro había terminado.
Fue entonces cuando todas aquellas personas que allí trabajaban, dejaron de intentar que el teatro siguiera. Y es que, cuando todo parecía indicar que el teatro iba a acabar, fueron muchas las personas que se remangaron para ensayar más, para coser vestuarios más bonitos, para escribir palabras que hicieran imaginar todavía más cosas. Estas personas lo intentaron fuerte pero no fue suficiente. Porque, como decían en los periódicos y en la televisión, la del teatro era una actividad “demasiado efímera”. Y algunos repitieron aquel “demasiado efímero” hasta que quienes trabajaban en el teatro se lo creyeron.
Cuentan que muchas de las personas que allí trabajaban estaban tan casadas que fueron a las playas, a tomar el sol y oír el mar. Habían imaginado tantas veces el mar desde el teatro que pensaron que sería un buen lugar de descanso.
Una mañana, con el mar no demasiado revuelto y el calor del sol no demasiado penetrante, las personas del teatro estaban tumbadas en la playa cuando un niño, en la orilla, con la ayuda de un cubo y una pala, empezó a levantar un castillo con la arena de la playa.
Aquel niño utilizaba sus manos y su cuerpo planificando una buena fortaleza y muy atento a la orilla y a sus olas: esperaba una crecida de la marea para que el agua del mar penetrase en el foso de su castillo y terminase de completar su obra.
Las personas del teatro, quizá habiendo descansado ya lo suficiente, miraron desde lejos a ese niño, tan implicado en la construcción de su castillo, y comenzaron a mirarse entre ellas. No se sabe muy bien cómo, ni quién comenzó a hacerlo, pero llegó un momento en el que aquel castillo empezó a ser construido con muchísimas manos.
Quienes anteriormente escribían textos para el escenario, buscaban las palabras adecuadas para escribir en la arena el nombre del castillo. El personal de maquinaria traía agua y tierra seca de todos los puntos de la playa, y construían con palos una puerta de castillo que se cerraría cuando entrase el agua; una antigua actriz jugaba a ser una princesa que luchaba contra el antiguo actor que hacía de dragón; con pequeños trozos de algas, quienes ocupaban antes la sastrería cosían banderas para poner encima de las torres del castillo; y uno de los chicos que antes era acomodador dibujaba en el suelo unas líneas para que la gente que iba viendo cómo se construía el castillo pudiera colocarse de forma ordenada. La marea iba subiendo y las olas del mar cada vez rugían más cerca. Quien en el teatro se ocupaba del sonido, repartía caracolas para que la gente escuchara la llegada del mar sintiéndose rodeada del agua. Y siguiendo el consejo de dos de los antiguos iluminadores, un grupo de personas se movió de donde estaban mirando y dejaron pasar los rayos del sol naranja del atardecer para que se viera más bonito. Y fue entonces cuando una ola trajo el agua que el castillo necesitaba.
El niño esperaba la llegada del agua dentro de su castillo y la recibió diciendo unas frases que habían pensado los que fueron responsables, en su día, de la dramaturgia de algún espectáculo. La gente que miraba aplaudió la llegada del agua y se celebró con bravos y vivas la construcción colectiva de tan precioso castillo.
Fue entrando la noche y quienes habían asistido a aquel acontecimiento se fueron marchando. Quedaron en la playa aquel niño, todas aquellas personas del teatro y la arena con forma de castillo. El silencio fue instalándose al mismo tiempo que el agua iba creciendo cada vez más.
El agua entraba, y crecía el nivel del foso derribando los muros de arena mojada poco a poco pero sin detención. El niño miraba cómo, el que había sido su mejor castillo, iba destruyéndose y desapareciendo; y todos los adultos, aún en silencio, compartían una frase en sus cabezas: “demasiado efímero”. Lo pensaban, lo sentían, lo repetían mentalmente como una letanía: “demasiado efímero”. Y, junto a este mantra, los últimos granos de arena fueron arrastrados por la última ola y lo que fue un castillo volvió a ser playa.
“Demasiado efímero”. Alguien iba justo a atreverse a nombrar la dichosa frase, pero fue el niño, pisando el charco que antes fue castillo, quien cambió el discurso diciendo: “Bueno, ¡ahora podemos empezar otra vez! Si queréis mañana lo repetimos”.
Y lo repitieron. Cada día. Y así, como si nada, volvió el teatro. Que nunca se había ido.